Caldera. Sede de lo
cálido y lo caliente. De esos cuerpos que en el tótum revolútum
del baño público buscaban aliviar la férrea carga de los días en
músculos exhaustos y ligamentos dolorosos aun a los más finos
ungüentos de Libia y de la Arabia Pétrea. Esos divinos cuerpos
ungidos y cubiertos del polvo de las palestras que, sumergidos en la
calima vaporosa de la piscina, al calor del hipocausto, recuperaban
su brillante textura bajo la ancha pala de espátulas y estrígilos.
Pero antes de quedar
derruida legaste brasa y nombre al pequeño recipiente que animaba en
su ardor aquel bullicio, para refugiarse y ser repartido entre el
pueblo ávido de olla podrida y el ricohombre que acudía con los
suyos en demanda del rey y como premio a sus servicios. Y aparecer,
crecida en calderón, para dar nombre a estirpes que barruntaban la
línea del precipicio, entre chaconas, gallardas, zarabandas y, sobre
todo, la danza de la muerte...
Y cuánto vapor
despedido por las galerías del tiempo y cuánto ardor de picón y
braseros hasta que, en el mismo recodo del siglo de las luces,
raptaron y encadenaron a fuego el agua que contenías para alimentar
el corazón de monstruos fabulosos que movieron el mundo y su peso
como un Sísifo contagioso. Y la faz de la tierra se fue convirtiendo
en un surcado hervidero de máquinas que dieron su relevo a las
huestes sin número del aceite pesado.
Hoy, como en los
inicios, recuperas la terma que cada cual lleva en su morada, esa
entraña tan maternal como casi incandescente en que poder
refugiarse.
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