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jueves, 26 de noviembre de 2015

Y YO MÁS

La cadena de atentados perpetrados en París el viernes 13-N, al igual que en su día los de las Torres Gemelas (el 11-S) o los de Atocha (el 11-M) son muy contadas muestras de violencia terrorista, la más visible y casi la única en que repara buena parte de la sociedad occidental, moldeada, mediatizada y embotada por el patrón de la desigualdad y la discriminación a que contribuyen los falsimedia siervos del poder y que sólo es consciente de ella cuando la sufre en sus propias carnes. Largo, larguísimo es el reguero de sangre y asesinatos de vidas inocentes (la mayoría, mujeres y niñxs) en las guerras provocadas y emprendidas por EE.UU. y sus aliados a lo largo de la Historia contemporánea, así como por Rusia y los suyos. Pero esas guerras, ese desprecio extremo y esa destrucción de la Humanidad como forma de acaparar y sustentar a toda costa poder y riqueza, entendidos siempre como dominio y privación (o supresión) del otro, tienen unas causas muy definidas a las cuales no somos en absoluto ajenxs aunque nos costase admitirlo por miedo, egoísmo o evasión. Son los cimientos del modelo nada modélico de sociedad patriarcal en que vivimos y que, hoy por hoy, continúa perpetuándose a lo largo y ancho del mundo bajo nuevos ropajes que les obliga a tomar la irrupción de los feminismos.

Pero esa violencia directa extrema es en última instancia, como ya expuso el sociólogo y matemático noruego Johan Galtung en su teoría del conflicto, consecuencia de otras dos violencias sobre las que se sustenta y que sustentan igualmente el funcionamiento de una sociedad: violencia estructural (la que niega las necesidades y reduce en mayor o menor medida las posibilidades de realización de las personas) y la violencia cultural (legitimadora de la violencia estructural y reflejada en actitudes). La violencia per se, sea del tipo que sea, es característica del patriarcado y de quien detentó históricamente los privilegios del patriarcado por antonomasia: el hombre adulto heterosexual blanco, el paterfamilias, el amo de esclavxs, el general en jefe, el gran magnate, el explotador de personas y recursos, el gran dictador, el verdugo.

Esos que de niños eran los gallitos del colegio, que te quitaban el bocata o el dinero para comprarlo bajo la amenaza de pegarte y que al final te pegaban de todas formas; que se reían y se burlaban de tus defectos físicos o de que no fueras un hombrecito listo, artero, tramposo y cazapájaros como ellos para que tú les hicieras los deberes a cambio de nada; esos que te quitaban a tus mejores amigxs por el mero hecho de pavonearse de que eran mejores que tú; esos que se ponían de delantero en las pachangas para demostrar lo buenos que eran regateando y chupando balón, dejándote a ti de portero –y eso si te dejaban jugar en la pachanga-; esos que se quedaban con tus cromos y te cambiaban sólo los que les sobraban y siempre con tal de que te quedases sin el cromo que te faltaba para completar la colección. Y esos que eran la corte de pelotas de los gallitos del colegio.

Son los mismos que de adultos te venden un crédito hipotecario como lo mejor del mundo para ver cómo te quedas sin casa y te arruinas; o los que saquean pactando entre sí la subida de la factura de la luz, o del agua, o un precio elevado del combustible para sacarte (sacarnos) hasta las motas de los bolsillos, aprovechándose de su situación de poderes y prebendas y obligándonos a hipotecar nuestras vidas; o los que te prometen subidas de pensiones, de sueldos, mejoras sin parangón de servicios, ampliación de derechos y demás tópicos de país de cuento en período electoral para devolverte a la cruda realidad de los recortes, la desatención y la decepción del enésimo cínico escarnio. Y ellos a los suyo: amasar sin tregua un poder omnímodo y miles de millones en paraísos fiscales, y tanto mejor si lo han hecho a costa de infringir, vulnerar, violar y pisotear la mayor cantidad de derechos y leyes posible, o en todo caso de manipularlas o de fabricar otras más apropiadas a sus sórdidos fines. No han vacilado para ello en convertir al mundo en un macrolaboratorio en el cual la inmensa mayoría de quienes formamos parte de la población mundial somos sus macrocobayas sometidas a macroexperimentos, desde la introducción de componentes patógenos en productos de consumo habitual pasando por la provocación deliberada de mal llamadas crisis, la provocación de éxodos de población causados por guerras de interés geoestratégico y/o político-económico o, directamente, el genocidio atroz y escalofriante más o menos previsto cuando no planificado de cientos de millones de personas. No han vacilado en fabricar ruinmente el mal (llámese comercio de armas, terrorismo, trata de mujeres, turismo sexual, productos tóxicos o cualquier otra cosa) para darle el remedio ya planificado de antemano sin importar qué macrocobayas mueren en el experimento pero manteniendo absolutamente reverentes a las que sobreviven. Todo perfectamente calculado, todo macabramente bajo control.

Son los que quieren decidir por las mujeres sobre su cuerpo; los que no conciben otra salida a los conflictos que no sea la aniquilación del otro, sin conceder la posibilidad de escucharlo ni menos de cuidarlo; los que nos quieren a todxs ciegxs a base de aplicar el ojo por ojo; los que nos quieren arrastrar a un ciclo de muerte; los que olvidan el mensaje humano (que muchas mujeres nos transmitieron al darnos la vida) de cuidar la vida y nuestro planeta.

Y todo por una absurda carrera basada en un orgullo desprovisto de sentimiento, justificado por eso que llaman competitividad, que no es más que la negación soberbia a priori de que pueda haber otrx diferente a ti y de que te puedes enriquecer interiormente con ello. Un uso desolador y estéril en el que los hombres desperdician, ahogan y aniquilan todo rastro y semilla del mundo de colores, sabores, aromas, emociones, sentimientos, cariño, cuidados, paz, calma, sensibilidades y fe en sí mismos y en lxs demás que llevaban dentro de sí, tan sólo por el hecho de seguir siendo los hombres duros, esos rancios campeones del patriarcado. Todo por el inútil, absurdo y patético prurito de ver quién la tiene más larga.

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Mi agradecimiento de corazón a Juanjo Compairé por la revisión y los addenda al presente artículo.