El 3 de abril de 2015 se digna a
aterrizar, cual alteza para bendecir a sus (sobre todo) súbditas en un estadio
del sur de Tenerife destinado a tanta majestad, uno de esos fast idols que hoy en día tanto abundan,
el vanidosamente autodenominado king de
la bachata, Anthony Santos, nacido en el Bronx hijo de padre dominicano y madre
puertorriqueña que andaban, como tantos millones de latinxs, en pos del sueño –o
espejismo- americano pero eso sí, arraigados en el tradicionalismo de sus
países de origen, con ese orgullo identitario chulesco de gueto reconvertido en
barrio suburbial maquillado de grafitis, breakdancers
y gente chopa adicta a la ropa
deportiva o ajustada de colores netos y chillones con brillos satinados, a los
anillos dorados y al bling-bling. No
poca descendencia de esa población latina quiere ser tan americana que, en su
pueril presunción, cambia el dios cristiano por el dios-éxito (consistente
fundamentalmente en sexo y dinero) para que nada de lo fundamental cambie
pensando –oh ilusión- que son (sobre todo ellos) unos transgresores de la
hostia, los putos amos, los jodidos reyes del cotarro dispuestos a hacer dinero
y fama rápidos y asegurados, viéndose abocados sobre todo al deporte o al mundo
del espectáculo para conseguirlo.
El autodenominado Romeo es uno de
los paradigmas acabados de dicha mentalidad. Ese romántico de nuevo cuño y
cerebro medieval que no vacila en desafiar a sus rivales para obtener los favores
sexuales de las damas que él –y sólo él- se ha propuesto conquistar porque,
según él, es capaz de conquistar
cualquier mujer; y tanto mayor es la hazaña y el deshonor de los rivales si
se ríe en su cara y si las damas objeto de su abordaje son sus esposas -¡oh,
cuánta nobleza!-. Ese desesperado latin
lover que se “enamora” de ti en un par de días nada más haberte visto una
vez por webcam en Internet y hablar contigo un par de veces por teléfono y que,
todo desesperado por que seas suya, chica -¡qué privilegio!-, te introducirá en
tan sólo una semana en una relación con boda exprés, sin darte tiempo a pensar
y marcándote el programa de lo que haréis cada día para regalarte el cielo
-¡qué divino de la muerte!-; y todo ello, quizá, tras haber reventado alguna
boda ajena, para acabar viviendo como la clásica familia feliz con cuatro niños, un perrito y dos carros. Ese
pobrecito controlador celotípico y esquizoide sin ninguna textura moral, que te
pide todo mimoso que te lo lleves con él de viaje para hacerte un marcaje en
corto, inspiración de maltratadores que se dicen víctimas y maltratados cuando
alguna mujer les da largas y que, como último recurso, abundan en su miseria
humana de pobres hombres ricos llorando lágrimas de cocodrilo y diciendo que ya
han cambiado, y acuden a los chantajes emocionales, cargos de conciencia y esos
ya tan manidos “no soy nada, sin ti yo me muero, si no vivo contigo verás pasar
mi ataúd, reza por mí”; pero que en el fondo están carcomidos de envidia y
resentimiento por sentirse ultrajados cuando esa mujer a la que consideran suya
rehace su vida con otra persona o tiene visos de hacerlo, pasando del desprecio
a la difamación y de ahí a las peores amenazas y deseos de venganza. Ése que
prefiere mantener la sordera de la ilusión y que le digan que lo quieren antes
de enfrentarse a la cruda realidad de su ineptitud y desubicación emocionales y
que, indefectiblemente, se autoflagelará pero eso sí, quedará claro que tú eres
la responsable de ello. Ése que lo
fía todo a los amores de película y diviniza a la mujer que accede a sus
pretensiones sexuales, porque eso de hacer el amor (él llama así a lo de
follar) es estar en la gloria, y si tiene el privilegio de follar con él eso es
la gloria absoluta y la convierte así, automáticamente, en su diosa y su santa
por la que pasa penares y ayunos cual Jesucristo del siglo XXI -¡oh, cuánta
devoción!-. Ese capitán que tiene tu
vida en sus manos (él siempre al mando) y que será el único capaz de hacerte
sentir viva -¡cuánta presunción!- llevándote a su viaje sin retorno (Chica, este es para ti el último viaje);
escalofríos entran sólo de leerlo u oírlo. Ese adalid del
aquí-te-pillo-aquí-te-mato que te invitará de tanto en cuanto a tomarte una copa
para bajarte las defensas y para follar enfermizamente y por sorpresa como
animales (o como neandertales, sin religión de por medio sólo a ratos aunque su
religión eres tú, que quede claro), porque se lo pide el cuerpo y Troya tiene
que seguir ardiendo porque sí, porque a él le ha dado el avenate (eso sí, con
perfume del caro, para que se note el estatus), y con el que acabarás teniendo sexo
de fin de semana para que use tu cuerpo como si fueses una muñeca hinchable
(eso sí, con protección, limpieza ante todo). Ese muñequito incapaz de gestionar sabiamente
sus emociones, que no encuentra una alternativa entre follar y el amor de cuento
y eso lo atormenta y le hace darse cuenta -¡a buenas horas!- del negocio que
hay montado en torno a san Valentín y tal, cuando él es parte vital de ese
negocio con sus discos en la sección de música de El Corte Inglés. Ese macho
alfa que disputa con otros machos alfa por el objeto de sus calenturas con
mucho alcohol de por medio (como hacen los machos, faltaría más). Ese culo-veo-culo-quiero
que llama tontos a quienes saben amar y a los que realmente envidia,
seguramente porque él es un listo poco o nada inteligente. Ese medio limón
lejos de ser alguien completo que necesita ejercer su donjuanismo cual yonqui
asaltante en busca de calmar su mono, que lamenta por no saber prevenir (Me siento incompleto si no te conquisto […]
soy un desubicado […] sin ti me he convertido en un bufón, el payaso del salón)
y que se postula inocente ante el juez de la conciencia, pobrecillo (porque ni
hablar de que la conciencia pueda tener una jueza, ¿verdad?). Ése de quien ella
está ciega y sordamente enamorada y de
quien se hace un retrato ideal (o, tratándose de payasos, una caricatura), aunque
él sea gordo, egoísta, violento o incluso delincuente (terco y antisocial) y más feo que picio (porque el hombre y el oso,
cuanto más feo más hermoso, claro). Ése que, cuando se ve obligado a ceder ante
la iniciativa de una mujer que le hace perder el juicio, ya la está
considerando una diabla y una hechicera mala (vamos, una bruja) porque la mujer
sólo es buena si obedece a su amo y señor, que es un buenazo y un inocente, por
supuesto. Ese macho 100% hetero (no soy gay) que, con
paternalismo homófobo, se hace el tolerante y dice comprender a un “afeminado”
al que su padre no acepta, diciendo que ese chico está lleno de complejo repugnando su cuerpo, queriendo ser hembra pero es todo
lo opuesto, demostrando así una profunda ignorancia sobre reasignación de sexo
y diversidad en orientaciones sexuales al confundir gay y transexual (por
cierto, Romeo, chato, que las lesbianas, lxs bisexuales y lxs transgénero también
existen).
En resumidas cuentas, con Romeo
Santos nos hallamos ante un tétrico ejemplo –uno más- de macho que pretende ser
el rey de la manada, que en las letras de sus temas se manifiesta en todos los
palos del varón patriarcal: machista, sexista, androcéntrico, LGBTI-fobo,
paternalista y misógino. Un mequetrefe enfermizo que contempla la vida amorosa como una
competición contra los demás hombres y que, en última instancia, usa a la mujer
para satisfacer sus necesidades fisiológicas. Un autoproclamado poeta encantado
de conocerse a sí mismo que junta las tres primeras palabras que le vienen a la
cabeza con tal de que todo acabe rimando. Uno de esos hit men tan hueros, horteras y pobres de alimento como ricos en aditamentos y
carnaza y de que tan hambriento anda ese sector de público que tal vez pagará los 40 euros o más que no tiene para llenar el estadio de Adeje y al que en la vida le importan pocas cosas más que comer,
tener un curro para tener dinero que gastar, tener un buga (cuanto más molón,
mejor) perder el sentido en disco-pubs, beber y follar (cuanto más, mejor). Y
todo eso porque hay que hacerlo, porque todo eso es sinónimo de éxito y de una
vida feliz; no saben ni por qué ni por qué no pero siguen el dictado de unas leyes
de vida a las que se someten borreguilmente, sin cuestionarse ni oponer la menor objeción, como
si esas leyes (las del patriarcado y el neoliberalismo) hubiesen existido desde
los orígenes del universo. Un público frívolo y superficial, sin nada
sustancioso en que pensar, profundamente palurdo y susceptible a todo tipo de manipulación, al que no cuesta imaginarse
adicto a la telebasura y a alguna que otra droga, y que de hecho llega al punto
de anteponer eso al más elemental sentido común y empatía de, por ejemplo,
entristecerse y lamentar la pérdida de vidas humanas en un accidente de
aviación.
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